La concepción actual de ciudadanía va mucho más allá del ejercicio de los derechos políticos a partir de la mayoría de edad. La ciudadanía no puede aparecer como una condición que se adquiere de un día para otro: al cumplirse los 18 años; ni tampoco restringirse a los mecanismos formales de ejercicio político como el voto. Ser ciudadanos o ciudadanas supone procesos de desarrollo de varias condiciones:
Ser reconocidos y reconocidas como sujetos de derechos.
Toda persona, desde que nace, es sujeto de derechos aunque aún requiera de otros – los adultos- para aprender a ejercitarlos y hacerlos respetar. En este sentido es que se han especificado, por ejemplo, los Derechos de los niños, la Convención, el Código. Pero no es suficiente el reconocimiento legal a nivel mundial porque siguen existiendo sectores infantiles y adultos – en algunos casos mayoritarios- de la humanidad, tradicionalmente subordinados y/o discriminados que han requerido hacer conciencia social e histórica de sus derechos para que sean reconocidos: comunidades indígenas, mujeres, sectores urbanos marginados. Osea, el reconocimiento y ejercicio de derechos supone procesos sociales de conquista en determinados contextos históricos.
Ser miembros de una comunidad política y social.
Miembros de una comunidad donde existan canales de participación según las capacidades, la edad, la formación personal y profesional, los valores y recursos personales y comunitarios. En este sentido, es necesario ir creando canales de participación para niños, niñas y jóvenes, a través de los cuales puedan ir ejercitando sus capacidades de aporte a sus comunidades locales: hogar, escuela, barrio.
Ejercitarse en procedimientos democráticos es también ir creciendo con la experiencia de que participación social y política tiene una dimensión subjetiva de crecimiento personal y de servicio público a la comunidad y no sólo de poder y dominación por los propios intereses. Supone ir creando conciencia de responsabilidad civil por los otros y por uno/a mismo/a.
En este sentido, entendemos la participación en los procesos y espacios sociales como una presencia consciente de derechos y deberes desde la cual es posible tener capacidad de propuesta y liderazgo dejando de ser simplemente una masa. Esta es una meta a lograr y no necesariamente un punto de partida; es necesario trabajar con los adultos en esta línea pero también con las nuevas generaciones para recuperar el sentido de la participación colectiva en un mundo globalizado que muchas veces es generador de exclusión, aislamiento e individualismo.
Ser personas con empáticas, equitativas y autónomas.
La empatía como capacidad de ponerse en el lugar del otro, es el punto de partida para el ejercicio de la democracia y eso se va aprendiendo -o no- desde el hogar, la escuela y los múltiples espacios en que se socializan niñas y niños -y ahora desde los medios de comunicación y nuevas tecnologías-, en el trato cotidiano con adultos -hombres y mujeres- afectuosos, respetuosos, democráticos, constantes, firmes y orientadores en base a la realidad.
En este sentido, es necesario revalorizar los procesos de socialización infantil y adolescente como espacios y tiempos privilegiados de construcción de ciudadanos y ciudadanas, dándole énfasis al trabajo de actitudes y desarrollo de hábitos que van consolidándose en identidades con capacidad de propuesta, con conciencia de derechos y de roles sociales y, con capacidad para autogobernarse en todos los niveles: personal y socialmente.
La creación de mujeres y hombres con estas características supone también un reto, en este caso, histórico, que tiene que ver con procesos de «humanización» de las personas. Tiene que ver también con convertirse en sujetos a través de un desarrollo humano digno que satisfaga las necesidades integrales de las personas y que se sustente en modos de relación humana (vínculos) de aceptación, reconocimiento y tolerancia.
María Julia Oyague